sábado, 23 de febrero de 2013

Capítulo 6.


Por la mañana me sentía desinflada. Había pasado toda la noche soñando con Isaac y Adrián, y no podía parar de tener escalofríos. Estaba congelada.
En mis pesadillas, Adrián intentaba defenderme. Yo siempre aparecía en una esquina, como si no formara parte del sueño. Mientras tanto, Isaac atacaba. Y Adrián siempre perdía. Cuando acababa con él, me miraba con su sonrisa arrogante. Y yo estaba demasiado aterrorizada como para hacer algo. Me despertaba chillando, al igual que hacía en el sueño.
Ese día me puse un jersey negro encima del polo y unas medias (había descubierto que nadie llevaba el uniforme reglamentario, todos añadían o quitaban cosas), pero ni así conseguí quitarme de encima el frío que tenía.
Tiritando, salí de casa y recorrí rápidamente el trayecto hasta el instituto. Hoy llegaba más tarde de lo normal, por lo que no me sorprendió ver que todo el mundo estaba ya esperando al profesor. Me acerqué a las chicas y apenas me dijeron tres o cuatro cosas sobre la fiesta y que a las cuatro y media cogeríamos el autobús para ir a la ciudad de al lado, ya que el profesor de matemáticas entró tan puntual como siempre, con su cara de amargado acentuada por ser primera hora. Apestaba a cigarrillos y su mirada dejaba claro que no pensaba esperar mucho tiempo.
Me senté en mi sitio, al lado de Adrián. Como siempre, no nos dijimos nada.
No sabía cómo sacar el tema. Temía que volviera a huir o que me ignorara completamente. No pude evitar mirarlo con tristeza. Había tantas cosas que quería preguntarle…
Como si lo hubiera intuido, Adrián me miró con curiosidad. Lo miré un par de segundos, hasta  que tuve que apartar la vista avergonzada. Otro escalofrío. ¿Cuándo pensaban parar? Odiaba esa sensación. Era demasiado incómoda.
El profesor estaba explicando algo sobre logaritmos, pero no pude hacerle caso. Mandó unos ejercicios y me dispuse a hacerlos, pero no entendía nada. Y me daba demasiada vergüenza como para preguntar. Normalmente sacaba buenas notas, pero si no entendía algo… sencillamente no lo entendía. Resoplé. Odiaba no entender las cosas.
-¿Necesitas ayuda?
-¿Qué? Oh… no, no hace falta.
-Vamos. Está claro que no lo entiendes – dijo Adrián con una sonrisa. Era dulce, al contrario que las de Isaac -. Se te nota en la cara.
-Qué dices – protesté débilmente -. ¿De verdad quieres ayudarme?
-Por supuesto.
-¿Por qué? – quise saber.
-¿Y por qué no? –me preguntó él. No supe qué contestar.
Empezó a explicarme lo que había dicho el profesor. Estaba claro que enseñar se le daba bien, ya que lo había entendido todo a la primera. Cuando me salió el primer ejercicio no pude evitar sonreírle a modo de agradecimiento. Adrián también me la devolvió, y se produjo un silencio que no pude tardar en rellenar.
-¿Vas a ir a la fiesta? – pregunté -. He oído que han invitado a medio instituto.
-No lo sé – respondió -. ¿Irás tú?
-Sí – no pude evitar suspirar al decirlo -. No me queda más remedio.
-Entonces tal vez vaya.
Mi corazón se aceleró bruscamente. ¿Quería decir con eso que iría por mí? Noté cómo mis mejillas se enrojecían. Por un instante olvidé todo lo que tenía que ver con Adrián, y me fijé simplemente en el chico sonriente que había a mi lado. Y odiaba confirmar que su presencia me agradaba muchísimo y que, además, me sentía segura a su lado.
Pero, al recordar todo lo relacionado con él hice caso omiso a mis sentimientos. No podía y no debía enamorarme de un chico así. Ni de ningún chico. Y, además, ¿desde cuándo había incluido la palabra amor con Adrián? ¡Si nunca me había sentido atraída por nadie! Estaba claro que Adrián era muy distinto, pero no podía o no debía enamorarme. Mis intenciones eran distintas con él. Estaba casi segura de que solo quería saber la verdad.
Al final, las clases pasaron y no pude decirle nada a Adrián. No me atrevía. Era demasiado para mí, y más aún después de haberse pasado el día sonriéndome de forma amable. Era superior a mis fuerzas.
Cuando llegué a casa me apresuré en elegir la ropa adecuada. Normalmente solía vestirme dependiendo de mi ánimo, pero no quería ir vestida completamente de negro. Finalmente me decidí por una camiseta morada y unos vaqueros claros.
A las cuatro y cuarto llegué a la parada de Autobuses de Baste. Era bastante pequeña, tal y como recordaba. Varias semanas atrás había llegado en un autobús hasta aquí, con una simple maleta y con muchas preguntas.
En la parada esperaba Esther, que escribía compulsivamente en su móvil. No se percató de mi presencia hasta que estuve a su lado.
-¡Hola! ¿Con quién hablas?
-Hola, Sandra. Estoy hablando con Leo – noté que vacilaba un poco al responder.
-Ajá. A ver si se decide a declararse algún día. La verdad es que pegáis mucho – comenté como si nada.
-¿Cómo sabes que me gusta? – preguntó tímidamente.
-Es algo que simplemente se nota. Por eso vamos a centrarnos en elegir algo para ti. ¡Necesitas conquistarle!
Esther me miró agradecida. Tenía los ojos brillantes.
-Gracias, Sandra. Pero no hace falta… un chico así nunca va a fijarse en mí.
-Esther, se nota que le gustas. Hazme caso.
Paula llegó cuando apenas quedaban tres minutos para que el autobús saliera. Con unos shorts que apenas tapaban y una camiseta escotada, parecía no afectarle el frío.
Cuando entramos en el autobús, Paula y Esther me dijeron la gran mayoría de tiendas que había en toda la zona a la que íbamos a ir. Después del día que había tenido, nada me venía mejor que una tarde de compras. Animada por la idea, me dejé llevar. Se unió también a la conversación una chica que me presentaron como Mara, de la clase de al lado.
Nos bajamos del autobús algo ilusionadas. Reconocí  estar algo nerviosa también. Mara desapareció en  cuanto llegamos, así que habíamos vuelto a ser tres.
Dejé que me guiaran tranquilamente por todas y cada una de las tiendas de la zona comercial. La primera en tener un vestido fue Paula, que rápidamente se decidió por un vestido blanco que realzaba sus larguísimas piernas. Me pregunté si no le daba vergüenza llevar un vestido tan escotado y corto, hasta que me fijé en que, obviamente, era lo que estaba deseando.
Decidí centrarme en el vestido de Esther. Era la chica que mejor me caía del pueblo con diferencia, y la verdad, quería que le saliera todo bien con Leo. Estuvimos mirando en un par de tiendas hasta que cogió una camiseta de color beige con algunos agujeros que estaba formada principalmente por flores. Tenía cuello de bebé y botones en el centro, imitando a una camisa antigua.
Pensé que entonces le vendría bien una falda, así que me aparté de las dos y di una vuelta hasta encontrar una falda que empezaba debajo del pecho. Me acerqué a Esther y se la mostré.
-Coge la camiseta de antes y pruébatela con esto – dije con una sonrisa.
Me observó extrañada unos momentos, pero se apresuró en coger una camiseta y probárselo todo junto. Le daba un toque muy dulce. Incluso Paula mostró su aprobación.
Cuando terminó de pagar su vestido se reunió con Paula y conmigo. Le brillaban los ojos.
-Sandra, ¿has encontrado algo? – quiso saber Esther.
-No, qué va – respondí algo avergonzada. Todavía no había visto nada que me gustara.
-¡Eso no puede ser, tía! A ver, piensa. ¿De qué color te gustaría que fuera? – preguntó Paula.
-Negro – contesté sin pensar.
-Pues vamos a buscar el vestido negro perfecto.
Sólo pasaron diez minutos antes de que empezara a aburrirme. No encontraba nada especialmente bonito, así que me deprimí rápidamente. Como siempre me acababa pasando.
Entramos en la enésima tienda de la tarde y fuimos cada una por nuestro lado. Estaba empezando a desechar la idea de buscar un vestido negro cuando Paula me llamó. Me giré y la encontré a mi lado sujetando un vestido negro. Me embobé mirándolo. Era palabra de honor y pegado hasta la cintura. La falda, que se doblaba de varias formas, era más larga por detrás y se ataba en la espalda como un corsé con un pequeño lazo.
-Es precioso – murmuré -. ¿Dónde lo has encontrado?
-En el fondo – dijo como si hubiera hecho algo maravilloso -. Las mejores cosas siempre están ahí.
-¡Hala, cómo mola! – dijo Esther, que se había acercado rápidamente.
-Creo que ya tengo vestido – dije, y me sorprendí a mí misma riéndome.

-¡Qué haaaambre! – gritó Esther alargando exageradamente la A -. ¿Vamos a merendar?
Ya habíamos comprado los vestidos, los zapatos e incluso maquillaje. Lo que menos me apetecía era parar en otro sitio aunque fuera para merendar. Necesitaba dormir desesperadamente, pero no quise protestar. Avanzamos por una calle bastante transitada y vi una cosa que me llamó la atención.
 Había una tiendecita muy pequeña, parecía la típica tienda de souvenirs propias de la costa. La anciana que parecía llevar la tienda me miraba fijamente. Tenía algo en la mano.
Sin saber por qué, me acerqué más. Me sentía bastante intrigada. Cuando estuve lo suficientemente cerca, la soltó un poco. Se trataba de un colgante. Tenía una cadena bastante larga y en el centro de ésta había dos alas de unos cinco centímetros. Estaban unidas por otra cadena más pequeña.
Sentí una atracción muy fuerte por aquella joya. La mujer sonrió.
-¿Lo quieres?
-¿Cuánto pide por él? – pregunté, escéptica.
-Nada, puedes quedártelo. Sé que le darás buen uso.
Puso el colgante en mis manos, que brillaba un poco, y al levantar la cabeza ya había desaparecido. Fue como volver de repente a la realidad, pero el colgante seguía en mis manos. De una puerta en la que no había reparado salió una mujer y me preguntó amablemente si quería algo.
Negué con la cabeza y me apresuré en marcharme de allí. Paula y Esther me miraron sorprendidas, pero la única respuesta que pude darles fue mostrarles el collar con las dos alas. Seguro que pensaban que estaba loca, pero no me importaba.
Todo era cada vez más extraño.

sábado, 16 de febrero de 2013

Capítulo 5.


Casi sin darme cuenta, ya habían pasado dos semanas.
Me sentía bastante bien allí. Esther y Paula me habían aceptado como si fuera una chica más del pueblo, y parecía caerle bien a la gente, incluso aunque no hubiese hablado nunca con ellos. Vivía en una especie de burbuja. No echaba de menos ningún aspecto de mi vida anterior, aunque me parecía muy raro ser amable con casi todo el mundo. En realidad, casi todo era perfecto.
Menos lo que tenía que ver con Adrián.
Cada día nos llevábamos peor. Desde mi interrupción con Ashley (así se llamaba la chica con la que había tenido el placer de cruzarme) habíamos empezado a ignorarnos mutuamente y, la verdad, eso me cabreaba muchísimo. Además, no podía con el hecho de no poder dejar de pensar en él. Era demasiado perfecto, pero era un auténtico idiota. Al igual que yo.
El martes por la mañana estaba en el recreo con Esther y Paula. Desde hacía unos días nos acompañaban también dos chicos de bachillerato, Jaime y Leo. La verdad, no prestaba atención alguna a lo que decían, aunque ellos siempre intentaban meterme en la conversación.
-Sandra, ¿estás ahí? – me dijo Jaime. Me sorprendí a mí misma pensando en los ojos de Adrián. Últimamente me quedaba mucho tiempo mirándolos cuando estaba segura de que él no podía verme.
-Eh… - comencé.
-Ya vemos que no, tranquila – dijo Leo, provocando una carcajada de todos. Enrojecí al instante.
-Estábamos hablando sobre el sábado – continuó Jaime -. Ese día…
-¡Hay fiesta en casa de Leo! – interrumpió Esther.
La miré sorprendida. Normalmente solía ser algo callada y no gritaba de esa manera, pero se la veía eufórica. Se empezó a atusar el pelo, nerviosa. También estaba algo roja.
-¿Una fiesta? – pregunté, escéptica. No me ilusionaba demasiado la idea.
-El sábado por la noche – prosiguió Leo -. Mis padres salen ese fin de semana y, bueno, ya empieza a hacer buen tiempo -alcé una ceja. Apenas estábamos en Marzo y hacía un frío horrible, pero preferí no decir nada – Así que la primera fiesta del año al aire libre será en mi casa.
-Vendrás, ¿no? – me preguntó Jaime. Su tono de voz parecía casi suplicante.
-Sí, por qué no – respondí algo nerviosa. Paula y Esther parecieron complacidas por mi respuesta.
-Mañana vamos a ir a comprar ropa, ¿te viene bien? – preguntó Paula
-Claro – solté sin pensar.
Me encontraba algo aturdida. Jamás hubiese pensado que iba a ser invitada a una fiesta, y mucho menos a tener que comprarme ropa para la ocasión.
Repasé mentalmente mi armario. Tenía camisetas, pantalones y alguna que otra falda. Tal vez la idea de ir de compras no era tan mala. No tenía ni un solo vestido aquí. Los pocos que tenía los había dejado en Madrid y, además, eran demasiado elegantes.

Cuando llegué a clase me pregunté cómo sería aquella fiesta. Nunca había estado en una de ese tipo, ya que las únicas a las que asistía era obligada por mis padres a una de sus fiestas pijas. Pero esta era distinta, cosa que me alegraba. O eso creía.
Estar en clase era una especie de tortura. Me molestaba el simple hecho de estar seis horas al lado de una persona sin decirle nada, pero también que me mirara como si esperara algo de mí. Más de una vez quería gritarle que qué le pasaba, pero nunca me atrevía. Me intimidaba demasiado.

Ese día volví a casa sola. Sin saber por qué, me sentía algo melancólica. No me apetecía nada volver a casa y pasar el resto de la tarde sola. Aunque intentaba no pensar en ello, me sentía horriblemente sola el tiempo que no estaba en el instituto. Las tardes se alargaban demasiado, y no quería seguir así. Suspiré. También estaba teniendo muchos dolores de cabeza últimamente.
Decidí dar un rodeo por el pueblo. Apenas tenía hambre y, sencillamente, la idea de volver a casa me desesperaba. Caminaba tranquilamente, sumida en mis pensamientos. Pensé que algún día tendría que empezar a salir de mi empanamiento, aunque de momento no me importaba seguir así. Era como una especie de sedante.
Ese pensamiento dio una vuelta de ciento ochenta grados cuando escuché una voz familiar cogiéndome por los hombros y susurrándome al oído.
-Hola de nuevo, preciosa.
Me solté con un movimiento brusco y me giré rápidamente. Frente a mí se encontraba un chico pálido, con los ojos verdes y el pelo negro de punta con una forma irregular.
Al igual que me pasó cuando conocí a Adrián, varias imágenes vinieron a mi cerebro.  Vi su cara demasiado cerca de la mía, la repulsión que sentía hacia él y después el miedo y el dolor que se apoderó de mí. Aunque en mi visión se veía algo distinto.
Me quedé sin respiración. Me puse las manos en la cabeza mientras inspiraba fuertemente. El chico parecía divertido.
-Me alegra saber que tú tampoco te has olvidado de mí – dijo riendo. Una risa cargada de malicia -. Veo que ya estás bien.
-¿No tenías el pelo largo?
De todo lo que le tendría que haber dicho, se me ocurría lo más idiota.
-Sí, bueno. Digamos que hay que sufrir ciertos cambios de vez en cuando.

-¿Quién eres? ¿Por qué te recuerdo? ¿Tienes algo que ver con Adrián? – me atreví a preguntar. Me arrepentí de habérselo mencionado. No me daba buena espina. Empezó a acercarse lentamente -. ¡No te muevas! –grité, nerviosa. Me iba a dar un ataque de pánico -. Y no me llames preciosa.
-Oye, no me hace ninguna gracia que tú me des órdenes. Aunque tampoco me desagrada – dijo sonriendo -. Me llamo Isaac, preciosa. Y, la verdad, podría decirte de qué me recueras. Pero me gusta verte sufrir. Y tampoco voy a decirte nada de… él – prácticamente escupió la última palabra.
-¿Por qué? – pregunté con un hilo de voz.
-Bueno, es mi trabajo – contestó sonriente. ¿Es que nunca dejaba de sonreír? -. Aunque, tal vez, podría decírtelo si tú aceptas ciertos… favores hacia mí – dijo agarrándome el mentón y acercándose a mí. Sus ojos centelleaban.
Reuní valor y le di una bofetada. No quería que pasara lo mismo que en aquel recuerdo. Pensar en ese dolor me daba escalofríos.
Me soltó al instante, sorprendido. Se llevó la mano a la marca roja que se estaba empezando a formar en su mejilla, y yo salí corriendo lo más rápido que pude.
No pude evitar escuchar su carcajada divertida.
Corrí lo más rápido que pude hacia casa. La mochila me daba golpes en la espalda, haciendo que en pocos minutos estuviera maldiciendo a todo Baste. De vez en cuando miraba hacia atrás, pero había decidido no seguirme.
 Llegué  a casa jadeante. No contaba con esa carrera. Tiré la mochila en la entrada y me tiré directamente en el suelo. Sin duda, tendría que haber vuelto directamente a casa.
Aunque ahora sabía una cosa con certeza. Adrián me debía muchas explicaciones.

domingo, 10 de febrero de 2013

Capítulo 4.


-¿Dónde vivías antes? – pregunté. Sin saber por qué, sentí algo incómoda.
Reconocí que tenía bastante curiosidad. Lo que menos me esperaba era que él llevase apenas unos meses aquí, aunque por otra parte no era tan extraño. Todos los habitantes de Baste parecían tener el mismo aspecto, al contrario de nosotros dos.
Me sentía observada por todos y cada uno de los alumnos del instituto.
-En el norte - contestó él después de unos segundos -. He pasado casi toda mi vida en Santander, aunque pasé parte de mi infancia en Asturias.
Asentí con la cabeza. No sabía que decir más, por lo que se produjo un silencio algo incómodo. Pensé en lo extraño que era todo lo que tenía que ver con Adrián, empezando por el hecho de que sentía que lo conocía de algo. Y ese pensamiento cada vez cobraba más fuerza.
Como si adivinara mis pensamientos, frunció el ceño y me miró a los ojos. Mi corazón se aceleró bruscamente y me puse roja en un instante. ¿Qué me estaba pasando? No quería comportarme de esta manera. Y mucho menos con él. Me parecía increíble que, cuando conocía al chico más agradable del mundo, sólo se me ocurría pensar en que lo había visto antes. ¡Era totalmente imposible! Además, nunca había estado en el norte, ni había visto nunca a alguien que se le pareciera. Y nunca se me olvidaría un rostro tan perfecto, ni esa sonrisa tan maravillosa, ni nada relacionado con él.
Negó levemente con la cabeza y pareció estar a punto de decir algo, pero se calló, se levantó y me dejó allí sola. Sorprendida, observé cómo se iba rápidamente del patio para entrar por la puerta que daba al edificio. ¿Qué mosca le había picado?, me pregunté. Aunque no tardé en hallar la respuesta.
La culpable de que se hubiera ido de esa forma era yo. No era más que un bicho raro que lo miraba como un ser increíble, aunque sólo lo conocía de unas horas. Lo había espantado, igual que le pasaba a todo el mundo en mi anterior instituto. Aunque de esto último no me culpaba. Lo único que hacían era insultarme al ver que no era una niña pija que lo único que quería era gastarse el dinero de sus padres en cualquier capricho. Y yo no me quedaba callada. Más de una vez me había llevado una torta de mi madre al enterarse de que había insultado a los hijos de sus amigos. Mi padre, en cambio, se reía cuando se enteraba. Como si se lo esperara de mí.
Pensar en ellos me hizo entristecer mucho más de lo que me imaginaba. Pero no porque los echara de menos, sino por todos los momentos malos que me habían hecho pasar. A la única que extrañaba era a Mery, aunque eso era todo el año. Apenas la veía.
El timbre me volvió a asustar. Me levanté de un salto mientras pensaba que tendría que acostumbrarme pronto a aquel infernal ruido. Nada más entrar al edificio el miedo se apoderó de mí. ¿Dónde estaba mi clase? Mi orientación siempre había sido pésima, incluso en lugares pequeños.
Recorrí cada pasillo que me encontré hasta que por fin encontré el letrero que ponía 4ºA. La puerta estaba abierta y había un profesor que supuse que acababa de llegar, ya que todo el mundo le ignoraba. Entré rápidamente y me senté fingiendo ser del grupo de personas que todavía se encontraba de pie. Me senté rápidamente y me puse roja. ¡Cómo odiaba estas situaciones!
Adrián ya se encontraba a mi lado, mirándome con curiosidad. Le lancé una mirada asesina para intentar intimidarle, pero lo único que conseguí fue que nuestras miradas se enfrentaran y que la mía perdiera.
Las tres horas siguientes fueron una tortura. Tenía que enfrentarme a la indiferencia de Adrián y a mi orgullo, que me impedía hasta mirarle. Cuando sonó el último timbre recogí mis cosas con tranquilidad y salí del edificio sola. Me sentía cansada.
Cuando apenas había recorrido un par de calles, escuché algunos pasos corriendo detrás de mí. Me giré y vi a dos chicas de clase. Se trataba de una de apariencia normal y otra que parecía algo pija. Cuando estuvieron a mi altura, me sonrieron.
-¡Hola! – me dijo la chica <<normal>> -. Soy Esther.
-Y yo Paula – dijo la otra chica.
Me tomé un momento para examinarlas. Esther era pelirroja, algo más bajita que yo y tenía pecas por toda la cara. Era bastante mona y, con el pelo cogido con dos coletas, tenía cierto aire infantil. Paula parecía todo lo contrario. Era bastante alta, rubia de bote (se podía comprobar por sus cejas castañas y sus raíces), tenía el pelo perfectamente alisado y llevaba muchísimo maquillaje. También llevaba la falda del uniforme subida.
No tenía nada que ver con la clase de pijas con las que tenía que tratar en Madrid. Era más bien una versión low cost algo putilla.
-Hola, chicas – saludé. Me sentí algo incómoda. No estaba acostumbrada a esto.
Caminamos juntas mientras cotorreaban alegremente. En un momento de la conversación empecé a prestar atención en serio.
-Queríamos hablar contigo en el recreo, tía – dijo Paula tranquilamente, como si se quejara de una amiga de toda la vida -. Pero estabas con Adrián y no queríamos interrumpir.
Advertí  que decía las últimas palabras con algo de sorna.
-Oh…  - no sabía qué decir.
-Paula, no le digas esas cosas – le regañó Esther, aunque usaba un tono cariñoso.
-¡Pero tía! Si sabes que Adrián nunca habla con nadie. Esto tiene que ser un milagro o algo así – refunfuñó.
-¿Que qué? – pregunté antes de poder pensar. Ambas me miraron sorprendidas, aunque yo era la más sorprendida de las tres. ¿Desde cuándo me importaba Adrián? No podía ni quería que me importara.
-No es eso – empezó Esther -. Es que… no es especialmente sociable. Nunca muestra interés por nadie, y siempre que alguien se le acerca no dura mucho a su lado. No es desagradable con nadie y siempre está dispuesto a ayudar, pero no parece tener  interés en nada más.
-Le estás echando muchas flores – protestó Paula -. Es más fácil decir que casi todas las chicas han intentado tener algo con él  y que todas y cada una de ellas ha fallado, ¿sabes? El señorito es perfecto en todo, está buenísimo y es amable, pero no quiere ser amigo de nadie. Como si los de este pueblo no estuviéramos a su nivel o algo.
Por su tono de voz, intuí que había sido parte del grupo de chicas al que había rechazado. Era increíble que rechazara a alguien tan espectacular, aunque por otro lado no me extrañaba. Esta chica no tenía cerebro ninguno.
Cuando llegué a casa, tiré la mochila al suelo y fui a la cocina. Allí cogí uno de los platos precocinados que había y lo metí en el microondas. Mientras esperaba me cambié de ropa. Estaba harta del uniforme. Necesitaba desesperadamente unos vaqueros y una camiseta.
Terminé de comer rápidamente y me puse a hacer deberes. La idea no me agradaba mucho, pero no quería empezar con retrasos el primer día. Tardé más de lo habitual, eso sí, por el hecho de que no podía dejar de pensar en Adrián. Por más que lo intentaba no podía deshacerme de sus palabras, de su cara ni de sus ojos. También intenté recordar lo ocurrido el día anterior, pero sólo sirvió para darme dolor de cabeza.

Ese día me fui a dormir temprano. Habían sido demasiadas emociones para un solo día, y me sentía verdaderamente cansada. Mi segundo día en Baste no era lo que había pensado. Incluso había llegado a caerle bien a dos chicas de clase, cosa que creía imposible.
Por la mañana me desperté con energía, e incluso algo feliz. Apagué el despertador del móvil (esta vez tenía una melodía predeterminada) y comencé con la rutina. Incluso me permití desayunar tranquilamente, cosa que hacía mucho tiempo que no hacía. Después, cogí mis cosas y fui al instituto.
Esta vez llegué más temprano. Odiaba llegar tarde a los sitios, por lo que apenas eran las ocho cuando llegué. Entré y subí por las escaleras, donde empecé a hacer un recorrido mental hasta la clase. Había algunos alumnos por los pasillos, algunos de ellos incluso corriendo.
Me paré frente a la puerta de clase, asombrada porque ya estuviese abierta. Entré con paso vacilante y vi a una chica apoyada en el pupitre contiguo al mío, intentando desesperadamente un poco de atención. Adrián estaba sentado haciendo deberes e ignorándola completamente.
Pensé en no acercarme, pero, ¿desde cuándo me importaba interrumpir? Llegué allí y empecé a bajar la silla. La chica me miró con malas pulgas, aunque intentando que no se le notara. No era de clase, seguro. Su mirada decía claramente ‘’lárgate’’.
¿Qué se había creído? A mí nadie me miraba así.
-Buenos días, Adrián – dije con una sonrisa.
-Buenos días, Sandra –respondió él con su tono apagado. Me miraba con el ceño fruncido, como si fuera demasiado raro que lo saludara. O tal vez pensaba qué razón oculta había para ello.
Incluso aquel saludo cutre pareció tener el efecto deseado, porque la cara de la chica se transformó en una mueca y después volvió a mirarme de la misma forma. Repetí su gesto, manteniendo la mirada hasta que la apartó. Decidí salir de clase y dar una vuelta por el instituto, aunque no pude evitar esconderme en la puerta para escuchar las últimas palabras de Adrián hacia esa chica.
-Lo siento, pero no me interesas.